sábado, 2 de abril de 2011

El origen de la magdalena de Proust

Despues de muchos días y mucho esfuerzo y trabajo, retomo este querido espacio para hablar de literatura y qué mejor manera de hacerlo que evocar los orígenes de la famosa magdalena proustiana y de las reminiscencias del tiempo, tesis principal de La recherche.  La traducción es propia, un fragmento de la traducción inacabada, aplazada, añorada de Contre Sainte Beuve que incié hace unos años

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Cada día concedo menos valor a la inteligencia. Cada día me doy más cuenta de que es fuera de ella donde el escritor puede recuperar una parte de nuestras impresiones pasadas, es decir alcanzar algo de él mismo es la única materia del arte. Lo que la inteligencia nos devuelve bajo el nombre del pasado no es el pasado. En realidad, como les sucede a los espíritus de los muertos en ciertas leyendas populares, cada hora de nuestra vida, enseguida muerta, se encarna y se oculta en algún objeto material. Esas horas de vida quedan cautivas, para siempre cautivas, a menos que reencontremos el objeto. A través de él las reconocemos, las llamamos y quedan liberadas. El objeto donde se esconden— o la sensación, puesto que todo objeto en relación a nosotros es sensación —, podemos perfectamente no reencontrarlo jamás.  Y de esta forma hay horas de nuestra vida que no resucitarán nunca. ¡Y es que este objeto es tan pequeño, tan perdido en el mundo, hay tan pocas oportunidades de que se encuentre en nuestro camino! Hay una casa de campo donde he pasado muchos veranos de mi vida. A veces pensaba en esos veranos pero no eran los mismos. Existían grandes posibilidades de que muriesen para siempre en mí. Su resurrección se ha debido como todas las resurrecciones a un simple azar. La otra noche, habiendo vuelto helado  por la nieve, y no pudiendo calentarme, como me había puesto a leer en mi habitación bajo la lámpara, mi vieja cocinera me propuso hacerme una taza de té, que yo no tomo nunca. Y el azar hizo que me trajera algunas rebanadas de pan tostado. Mojé el pan tostado en la taza de té, y en el momento en que puse el pan tostado en mi boca y tuve la sensación de su ablandamiento penetrado de un gusto de té contra mi paladar , sentí una turbación, olores de geranios, de naranjos, una sensación de luz extraordinaria, de felicidad; quedé inmóvil, temiendo detener con un solo movimiento lo que ocurría en mi y que no comprendía, y entregándome a ese gusto del pan mojado que parecía producir tantas maravillas, de repente las exclusas sacudidas de mi memoria cedieron y fueron los veranos que yo pasaba en la casa de campo que he mencionado los que irrumpieron en mi consciencia, con sus mañanas, arrastrando con ellos el desfile, la carga incesante de horas felices. Entonces me acordé: todos los días, cuando estaba vestido, bajaba a la habitación de mi abuelo que acababa de despertarse y tomaba su té. Mojaba una tostada y me la daba a comer. Y cuando esos veranos pasaron, la sensación de la tostada reblandecida en el té fue uno de los refugios donde las horas muertas — muertas para la inteligencia —fueron a acurrucarse , y dónde, sin duda, nunca las hubiese encontrado, si esa tarde de invierno, helado por la nieve, mi cocinera no me hubiera propuesto el brebaje al que la resurrección estaba unida, en virtud de un pacto mágico que yo no conocía.

                 
                           Contre Sainte Beuve. Proyectos de prólogo. Marcel Proust