domingo, 14 de noviembre de 2010

El reloj


 
Horloge!  dieu sinistre, effrayant, impassible,
Dont le doigt nous menace et nous dit:"Souviens toi!”
Charles Baudelaire (L’Horloge)


Todavía hoy, tanto tiempo después de enterrar a la vieja, me parece estar oyéndolo, machacón e insistente: tic-tac, tic-tac; por eso no quiero tener relojes. 
Todo empezó cuando al viejo se le metió en la cabeza que debían venir a revisar el antiguo reloj de pared que había heredado de sus padres, porque el péndulo sonaba demasiado fuerte. No lo oyes, Pilar, ¿es que no lo oyes?, yo le dije con brusquedad que no escuchaba nada especial, que el reloj sonaba como lo que era, un trasto viejo. El mecánico relojero confirmó lo que ya sabíamos, que allí no pasaba nada. Lo cierto es que el viejo, tan activo hasta entonces, siempre de aquí para allá, empezó con los dolores de cabeza, un día sí y otro también y, cuando pasaba por la entrada donde estaba el reloj, se llevaba las manos a las sienes con un gesto de dolor, como si la débil oscilación del péndulo, sonase igual que las tamborradas de mi tierra. 
Poco a poco, el viejo fue empeorando, se encerró en su habitación, y si abrías la puerta para preguntarle como estaba, se tapaba las orejas enseguida, tal parecía que hubiese estallado una bomba. La viejecica, sorda como un tapial, no podía entender a su marido y se entristecía al ver como un hombre tan cuerdo y tan sano como el suyo daba, a la vejez, en semejantes desatinos.  Por eso, la pobre, se sentaba al lado del viejo en la habitación y le miraba con ojos de carnero degollado mientras él apretaba los dientes en un gesto de dolor. 
Al cabo, el viejo dejó de salir de la habitación porque no soportaba aquel metal taladrándole los oídos. Se pasaba las horas sentado en el silloncico de la ventana dejando que el débil sol del invierno le bañase, y sólo se calmaba un poco con las visitas de su nieta Cristina, que fue la que propuso que se tirara el reloj a la basura, pero su padre, el yerno del viejo, que era un estirado y un tacaño no quiso; porque, según él, las manías no se curan dándoles gusto a los maniáticos. Para mí que no quiso deshacerse del artefacto para que no menguase ni un ápice la herencia, como sería de agarrado el yerno que, en esos días, me propuso quedarme también por las noches a cuidar del viejo, ¡pero por el mismo dinero!, le contesté que ni de casualidad, apreciaba al viejo y a la vieja, pero no tanto como para eso. 
Un día, cuando ya estaba muy malito, me dijo: Pili ya no lo siento en el oído, lo siento en el pecho. Yo le vi tan sincero al viejo, que me acerqué hasta la entrada y pegué el oído a la caja, cerca del péndulo, pero no oí nada fuera de lo normal: tic, tac, tic, tac.
         Cuando nos quedamos solas, la vieja ya no me daba tanto quehacer y solía pasarme el día hablando con mis amigas por teléfono. Por las tardes, nada más comer, nos sentábamos las dos a ver la telenovela en la televisión de la cocina, aunque la pobre, como ella decía, sólo veía las figuras porque no se enteraba de nada. Una tarde la oí decirme:
     —Pon la tele que ya son las cuatro y nos vamos a perder la novela.
—¿Y usted cómo sabe que son las cuatro? —le contesté.
—Porque han sonado las campanadas del reloj de la entrada.
Sorda como estaba, que yo debía desgañitarme para que me entendiera, ¿cómo era posible que oyera el reloj? Fuí corriendo a la entrada y vi aterrada como marcaba las cuatro y un minuto, el minuto justo que yo había tardado en llegar a la entrada.
Por eso no quiero tener relojes, porque aún me parece estar oyéndolo, machacón e insistente: tic-tac, tic-tac, igualico que si me susurrase: te espero Pilar. 

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