lunes, 17 de enero de 2011

Marcel Proust

    Nació en un suburbio de París, entiéndase aquí suburbio en su acepción más estricta, zona urbana en la periferia de la ciudad. Proust pertenecía a una familia muy adinerada, mejor dicho multimillonaria, yo a una familia mezcla de clase media baja y proletariado rural de la España profunda. ¿Por qué alguien con unas circunstancias como las mías puede llegar a sentir esa especie de proximidad espiritual tan absoluta con el universo creado por una persona nacida casi cien años antes y de contingencias tan diferentes? ¿Qué extrañas razones y misterios de la condición humana provocan estas afinidades tan improbables?
    ¿Será que las circunstancias sociales no tienen tanta trascendencia en nuestro verdadero yo como creemos? Para Proust era tan así que pensaba, contradiciendo a Sainte Beuve, el crítico literario más conspicuo del diecinueve francés, que la obra de un escritor surgía de un estrato más profundo de la personalidad que aquel en que están depositadas su pertenencia social o su identidad cultural.
    Lo que significaría que la literatura nace de las honduras acaso insondables del ser, y está a resguardo de contingencias históricas, culturales y lingüísticas. Según esa deslumbrante idea habría un mágico hilo de Ariadna que uniría la literatura a través de los tiempos y configuraría, así,  una especie de dimensión literaria, donde no están vigentes las leyes del desarrollo histórico o social, sino unas propias.
    ¿Acaso no encontramos una afinidad literaria entre Sófocles y Shakespeare o Calderón, a pesar de que están alejados dos mil años en la historia?
    Es muy impopular y, con seguridad, extravagante, la reflexión que acabo de hacer. No podía ser de otra manera en estos tiempos en que la literatura es considerada subalterna de la condición femenina o masculina, o de la pertenencia a un país u otro, a una religión u otra.

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