¡Ya tengo las pastillas!, he
gritado. Apenas diez metros hasta tu habitación y habrá pasado la crisis, tan
sólo cinco segundos y habrá acabado la angustia o quizás debería pensar que tu
angustia seguirá, como antes, como ayer y como siempre. Entonces me ha venido a
la cabeza como un fogonazo aquella película de Bette Davis que tanto te
gustaba, La Loba, recuerdo como la
mujer sostenía el botecito de las píldoras en la mano y permanecía inmóvil
mientras su marido se arrastraba agonizante por el suelo implorándole con los
brazos extendidos el remedio. Yo no tendría ni tan siquiera que verte en esos
últimos momentos, podría evitar tus desagradables estertores, no soy morbosa.
En realidad sólo debería pararme en medio de este pasillo que estoy recorriendo,
esperar unos minutos y ya está. Y bien pensado no sería ninguna monstruosidad
¿o no estás de acuerdo papá? Seguro que no lo estarías, nunca lo estuviste
conmigo, y no me refiero a mis ideas, a mi forma de ser, a mi físico, hablo de
un no estar de acuerdo con mi persona, con toda yo, con el hecho de que esté en
el mundo. La verdad, si hubiese llegado después que él lo entendería, pero
cuando él nació yo ya tenía tres años, y a tan corta edad ya había notado tu
indiferencia, tu frialdad, aunque no sabría decir cómo, puesto que apenas era
una niña, pero ya lo sabía, ya me echaba a llorar cuando te acercabas a mí, y
no era por la barba como se ha dicho siempre en la familia. Por eso me tortura
esa especie de resentimiento innato que me has profesado.
Me gustaría saber por qué nunca hemos hablado,
por qué no nos hemos sentado el uno frente al otro y nos lo hemos dicho todo,
nos hemos vomitado a la cara las horribles cosas que pensamos el uno del otro.
¿Sabes papá? hay muchas personas que lo hacen, incluso a menudo, debe ser como
una purga, una evacuación de todos los pesos, los resquemores y los odios. ¡Ah!
¡Cuánto bien nos haría a ti y a mí! que
somos seres ostra, siempre encerrados en nosotros, rumiando nuestras desgracias,
cociendo a fuego lento nuestros odios, día tras día. Porque tú y yo nos
parecemos, mamá siempre lo dijo: se llevan mal porque son iguales. Y yo me
pregunto papá, es suficiente eso para
que desaparezca cualquier afecto, ¿basta con tener el mismo carácter?
Si me detuviese ahora y no entrara en tu habitación,
donde estarás en la cama, probablemente, boqueando con desesperación para buscar
aire o, quizás, arrastrándote como el
marido de la película, satisfaría un impulso que he sentido tantas veces y que
he reprimido y amaestrado. Demasiadas veces, me he sorprendido, desde bien
pequeña, cerrando los ojos y diciendo para mí que no existías, que eras una
ilusión, que cuando abriera los ojos no estarías allí, igual que una losa sobre
mí. Oigo tus profundos suspiros pero no me conmueven. ¡Mira a qué hemos
llegado!, no debería, al cabo, correr nerviosa a darte las píldoras para que te
recuperaras y no ralentizar mi paso deseando no llegar a tiempo. Ahora yo
también siento un ahogo en el pecho, mi corazón se acelera a medida que mis
piernas van parando, y siento los latidos en las sienes como un tambor que me aísla.
Me pregunto qué pensarás ahora
mismo, ¿estarás diciéndote?: ha llegado mi hora o, por el contrario, no lo
pensarás, ni tan siquiera se te pasará tal idea por la cabeza, no me extrañaría,
porque tú eres muy así, vas a la tuya, lo que ocurra alrededor no importa sólo
lo que piensas, sólo tu mente es la realidad, el mundo. Para qué engañarse,
cuando era recién nacida ya me condenaste en esa cabeza, en ese interior tuyo
para siempre, cuando te dijo la enfermera en el hospital: es una niña, empezó
mi proscripción y ninguna de las cosas buenas o malas que he hecho en esta vida
ni los intentos de mamá por mejorarme ante tus ojos, han podido cambiar ese
exilio de ti que he sufrido. Lo peor era verte cumplir la función social de
padre a la perfección, venir a recogerme por las tardes al colegio, interesarte
por mis estudios con las maestras y luego, cuando yo salía ilusionada, sentir
tu gélida mano apretando la mía, tu ojos secos y duros que ni tan siquiera me
miraban. Yo notaba, no sé bien por qué, como
los otros padres tomaban a sus hijas de la mano con una ternura
infinita, aparentemente tú hacías lo mismo pero tu mano era de piedra y tu
mutismo total. ¿Cuando hemos hablado entre nosotros papá?, apenas las conversaciones
cotidianas de la vida y si hemos podido evitarlo, ni eso. Si aún hoy que nos
hemos visto obligados a convivir diariamente casi no nos dirigimos la palabra.
Pasas el tiempo delante de la televisión, tragándote todas las películas
horrendas que echan, todos los programas insulsos de cotilleo, todos los
telediarios. Te has convertido en un anciano ejemplar para todos. Me resulta
patético oír decir a las vecinas cuando
vienen a verte, hay que ver lo bien que está y además está enterado de todo.
Siempre fuiste como un mago que supo
escamotear su verdadero ser, a todo el mundo menos a mí. ¡Hasta a mamá!,
la pobre pensaba que eras bueno, no le hagas acaso en el fondo te quiere, me
decía. Pero yo sabía que no era verdad, desde bien pequeña, desde que venías a
recogerme al colegio, desde que tenías que vestirme algún domingo y lo hacías
medio a empujones, sin hablar, con un desprecio enorme para mí, que era una
niña zarandeada, estirada de los brazos para que entraran el jerseyito, atemorizada
porque no entendía a su propio padre que parecía el más insensible de los
extraños con ella. A la edad que ya tengo, a la edad que ya tienes supongo que
ya debía haberlo olvidado, ¡pero no!, está presente en mí aún la inquina que me
has tenido, y toda la incomprensión que sentía hacia tu actitud se ha ido
convirtiendo en odio, un odio irrefrenable, y que curiosa es la vida, tú que
pudiste haberme matado, sé, sin duda, que lo pensaste, pero no encontraste la
forma, ahora te ves en mis manos, ahora soy yo la que tiene poder de vida y
muerte sobre ti. Este botecito que sostengo en la mano me lo da y sólo con no
acudir a tu habitación, simular que no he oído tus suplicas y sentarme en el
salón a esperar sería suficiente, además ¿quién se iba a enterar?, ¿quién iba a sospechar de la hija
fiel que cuida durante años a un padre inválido? ¿quién podría dudar a estas
horas de que somos un dechado de fidelidad y de cariño? No, nadie, salvo tú y
yo, conoce la lucha sorda que tiene lugar entre las cuatro paredes de esta
casa, nadie se imagina, nadie intuye ni ha intuido nunca. Esta contienda la
hemos librado los dos en silencio, sin manifestarlo a los demás. Nuestros
conflictos se han dirimido en las miradas, los gestos, las medias palabras, las
insinuaciones, pero nunca de manera abierta. Esta casa es un fragor silencioso,
una lucha constante plena de estrategia para fastidiar al otro, y así tu ocupas
el baño cada vez que intuyes que tengo prisa por salir o pones la televisión a
todo volumen porque sabes que trabajo en la habitación contigua, y yo cocino
esas habas fritas que tanto aborreces hasta que ya no puedo comerlas más, y así
día tras día, desde ya no recuerdo cuántos años, ¿cuánto hace que murió mamá?,
pues todo ese tiempo.
Pero lo que más me atormenta es no
conocer el porqué de esa animadversión que me has profesado siempre. Claro tú
deseabas un niño cuando yo nací, pero eso les pasa a todos los hombres que
quieren hijos varones, todos se mueren de ilusión por dirigir a sus vastaguitos
en la vida y conseguir que cumplan sus frustraciones, eso es normal, pero no se
aborrece a una niña porque la naturaleza lo haya querido así. ¿Y acaso tuve yo la culpa de que tu deseado
hijo varón muriera a los dos años de vida? Sin embargo, desde aquel fatídico
día, sé que me acusas de vivir, hubieras deseado tanto que la meningitis se
cebara en mi y no en él, nunca lo has dicho, ¡jamás!, pero hay cosas que no
necesitan demostrarse. Para ti soy culpable por ser, por existir, y ¿quién puede escapar a
semejante sentencia?
Te oigo jadear en la habitación
mientras camino hacia allí y no me inmuto, no me inmutaré si cuando entro estás
ya muerto, sólo tengo que pararme y se
cumplirá, sucederá, por fin me veré libre de ese peso inmenso que has supuesto
para mí, una especie de rémora que me ha ahogado como persona, pero mis pies se
colocan una tras el otro y avanzan como si pudieses regirlos desde tu silla de
ruedas. Pienso y pienso, mi cabeza es un torbellino, siento la aguda tentación
de no acudir en tu ayuda, pero en el fondo tengo la certeza de que te daré las
pastillas, aunque no puedo evitar tener esa idea, la de acabar contigo y terminar
para siempre esta guerra. Toda una vida en esta casa, yo he tenido alguna
oportunidad de marcharme porque en mi trabajo no he dejado de conocer gente,
dar clases de historia del cine, diría yo, que hasta tiene cierto prestigio,
fuera de esta casa paso por ser una mujer moderna, de miras amplias, liberada,
pero cuando penetro entre estas cuatro paredes es como si una especie de polvo
se me pegara en el alma y me convierto en una pobre criada al servicio de tus
egoísmos, me sorprende que te extrañes de que no traiga a ninguna de mis
amistades a casa, ¿cómo puedes pensar que yo permita que vengan a ver esta
especie de mansión gótica en la que vivimos? Por eso cuentas a todo el mundo
que no tengo trabajo, que lo de las clases de cine es imaginación mía, que
salgo diariamente de casa a la misma hora para simularlo. ¿Cómo puedes
calumniarme de ese modo? ¿Por qué no me dejas ser una persona normal?
Me llamas, oigo tu voz entrecortada desde la
habitación pidiendo auxilio, pero tus gritos me afectan ahora igual que mis
lagrimas te afectaban a ti, ¡nada! ¿Tuviste acaso compasión aquel verano en que
estuve llorando dos días seguidos porque no quisiste llevarme al pueblo? Todos
los años, desde que yo nací, habíamos
ido a tu pueblo a veranear, todos; y justo aquel año dijiste que ya estaba
bien, que mejor ir a la playa, que a mamá le iría bien la brisa del mar para su
asma. Justo el año que conocí a César, el único hombre al que yo, en fin... No
podías permitir que tu hija fuera feliz ni tan siquiera que tuviese una vida
normal, me imagino lo que tu mente elucubraba, como hervía de indignación al
ver que alguien me amaba, y no podías permitir que yo viviera si tu amadísimo
hijo no había tenido esa oportunidad, de modo que yo también debía morir como
él, sólo que yo en vida. Seguramente ideaste que me convirtiese en una especie
de fantasma por medio de un cruel método, el de coartarme la expresión, el de asustarme
por ser, el de intentar impedirme pensar por mí misma y, en definitiva,
despreciarme e ignorarme como persona. Y estuviste a punto de conseguirlo, bien
sabes que fui una joven acomplejada y miedosa, sólo mucho tiempo después,
quizás cuando murió mamá, comprendí cuál era mi unica posibilidad de
sobrevivir, enfrentarme a ti y despreciarte como tu hacías conmigo. Y resultó,
mi vida cobró sentido, ya no fue un desierto y se poblaba de cosas que hacer,
mis días se llenaban de maquinaciones para herirte, para aislarte del mundo
como habías hecho conmigo.
Apenas te oigo proferir una
especie de ronquido, como si ya no pudieses hablar, pero yo sé que puedes, sé
que lo haces adrede para hacerme sufrir, porque quieres que me sienta culpable,
pero a mí eso ya no me hace mella, porque
los demás, la gente, no podrían culparme y yo, yo sé bien que tengo todo
el derecho a dejarte morir, sólo es el justo reembolso por lo que me has dado
en esta vida. Aunque a ti siempre te ha gustado afirmar que todo lo que sé me
lo has enseñado tú, sobre todo porque me inculcaste el amor al cine y los
únicos momentos de armonía que hemos tenido y que aún tenemos, han sido en el
cine o ante la televisión abstraídos los dos en alguna de esas películas en
blanco y negro que tanto disfrutábamos, ¿te acuerdas? Esa sería la única
solución para ti y para mí, pasarnos la vida entera entre Garis Grants, Bettes
Davis y Humpreys Bogarts. Más de cuarenta años de esta lucha sin tregua son
bastantes, creo, y podría ponerles fin de una manera muy sencilla, con la
inmovilidad. Nadie hubiese podido resistir durante tanto tiempo esta guerra,
mamá no pudo soportarlo, por eso tengo la impresión de que murió tan
tempranamente, y ella sabía bien lo que pasaba entre nosotros aunque jamás se
insinuaba en esta casa nada sobre el asunto, pero ella lo sabía, por eso cuando
estaba a punto de morir me dijo que no fuera cruel contigo, que lo hiciese por
ella. ¡Era tan inteligente!, pensaba que yo querría vengarme de ti y acertaba,
acertaba porque no se le había escapado la saña que habías gastado conmigo,
aunque también tengo que reprocharle a ella que no me defendiese, podría
haberte parado los pies para que no tratases de esa forma a una pobre criatura
y, sin embargo, consintió en todas tus crueldades, hasta recuerdo bien la época
durante la que rumiaste la idea de ingresarme en un manicomio, ¡que infamia!
intentar semejante atrocidad con la propia hija, y mamá no se opuso, incluso me
hizo acompañarla para ir a hablar con no sé cuántos médicos que sólo hacían que
preguntar estupideces y que después cuchicheaban con mamá mientras a mí me
enviaban a la antesala. Pero, mamá de lo único que es culpable es de no haber
tenido valentía para enfrentarse a ti, se plegó a tus caprichos de tirano de
esta casa, yo no, yo nunca transijí con tus despotismos, con tus rigidos
horarios o con las rutinas que tanto te gustaban e intentabas imponernos.
Bien papá, apenas me queda un paso
hasta la puerta de tu habitación, si espero más no creo que lo cuentes, quizás
me he apiadado de ti o quizás creo que sufrirás mayor castigo prolongando esta
situación, de modo que sí, pasaré a darte tus pastillitas. Al entrar veo que
tienes la boca abierta y te has desgarrado la camisa buscando aire, y un hilo
de saliva te resbala por la cara hasta el pecho, sé que te da vergüenza que te
vea en una de tus crisis, por eso he permanecido un rato inmóvil, igual que
Bette Davis en la película, observándote y complaciéndome en tu rubor
deseperado y agonizante. Luego me he ido acercando lentamente hacia ti, como si nada sucediese, pensando y estudiando
cada movimiento que he ejecutado, cuando he estado muy cerca de ti me has
cogido con fuerza de la manga de la chaqueta pero yo no he acelerado mis
movimientos, con parsimonia he llenado el vaso de agua y después te he puesto
la pastilla en tu lengua pastosa y agrietada que se me ofrecía obscena. Ya ves,
papá, todos tus odios te los pago salvándote la vida casi cada día, pero estoy
segura de que no comprendes ni aprecias tal generosidad, así que no me lo
agradeces, al contrario, te quedas frente a mí suspirando aliviado y sudoroso.
Se me ha ocurrido contarte que en el pasillo, cuando venía con las
píldoras, he recordado La loba, una película de la que, estoy
segura, te acuerdas, y me has mirado con los ojos desmesuradamente abiertos,
como si hubiera proferido una barbaridad propia de un monstruo, todo para
hacerme sentir culpable de no se qué, puesto que ahí estás, bien vivo,
ignorándome, aparentando estar asustado, pero yo sé que sigues siendo el hombre
frío y calculador de toda la vida, sé que seguirás desde tu silla de ruedas
urdiendo tramas para hacerme daño, pero los dos sabemos que yo tengo las
pastillas, como Bette Davis, como en la película.
No hay comentarios:
Publicar un comentario