viernes, 21 de diciembre de 2012

La loba


¡Ya tengo las pastillas!, he gritado. Apenas diez metros hasta tu habitación y habrá pasado la crisis, tan sólo cinco segundos y habrá acabado la angustia o quizás debería pensar que tu angustia seguirá, como antes, como ayer y como siempre. Entonces me ha venido a la cabeza como un fogonazo aquella película de Bette Davis que tanto te gustaba, La Loba, recuerdo como la mujer sostenía el botecito de las píldoras en la mano y permanecía inmóvil mientras su marido se arrastraba agonizante por el suelo implorándole con los brazos extendidos el remedio. Yo no tendría ni tan siquiera que verte en esos últimos momentos, podría evitar tus desagradables estertores, no soy morbosa. En realidad sólo debería pararme en medio de este pasillo que estoy recorriendo, esperar unos minutos y ya está. Y bien pensado no sería ninguna monstruosidad ¿o no estás de acuerdo papá? Seguro que no lo estarías, nunca lo estuviste conmigo, y no me refiero a mis ideas, a mi forma de ser, a mi físico, hablo de un no estar de acuerdo con mi persona, con toda yo, con el hecho de que esté en el mundo. La verdad, si hubiese llegado después que él lo entendería, pero cuando él nació yo ya tenía tres años, y a tan corta edad ya había notado tu indiferencia, tu frialdad, aunque no sabría decir cómo, puesto que apenas era una niña, pero ya lo sabía, ya me echaba a llorar cuando te acercabas a mí, y no era por la barba como se ha dicho siempre en la familia. Por eso me tortura esa especie de resentimiento innato que me has profesado.
 Me gustaría saber por qué nunca hemos hablado, por qué no nos hemos sentado el uno frente al otro y nos lo hemos dicho todo, nos hemos vomitado a la cara las horribles cosas que pensamos el uno del otro. ¿Sabes papá? hay muchas personas que lo hacen, incluso a menudo, debe ser como una purga, una evacuación de todos los pesos, los resquemores y los odios. ¡Ah! ¡Cuánto bien nos haría  a ti y a mí! que somos seres ostra, siempre encerrados en nosotros, rumiando nuestras desgracias, cociendo a fuego lento nuestros odios, día tras día. Porque tú y yo nos parecemos, mamá siempre lo dijo: se llevan mal porque son iguales. Y yo me pregunto papá,  es suficiente eso para que desaparezca cualquier afecto, ¿basta con tener el mismo carácter?
 Si me detuviese ahora y no entrara en tu habitación, donde estarás en la cama, probablemente, boqueando con desesperación para buscar aire  o, quizás, arrastrándote como el marido de la película, satisfaría un impulso que he sentido tantas veces y que he reprimido y amaestrado. Demasiadas veces, me he sorprendido, desde bien pequeña, cerrando los ojos y diciendo para mí que no existías, que eras una ilusión, que cuando abriera los ojos no estarías allí, igual que una losa sobre mí. Oigo tus profundos suspiros pero no me conmueven. ¡Mira a qué hemos llegado!, no debería, al cabo, correr nerviosa a darte las píldoras para que te recuperaras y no ralentizar mi paso deseando no llegar a tiempo. Ahora yo también siento un ahogo en el pecho, mi corazón se acelera a medida que mis piernas van parando, y siento los latidos en las sienes como un  tambor que me aísla.
Me pregunto qué pensarás ahora mismo, ¿estarás diciéndote?: ha llegado mi hora o, por el contrario, no lo pensarás, ni tan siquiera se te pasará tal idea por la cabeza, no me extrañaría, porque tú eres muy así, vas a la tuya, lo que ocurra alrededor no importa sólo lo que piensas, sólo tu mente es la realidad, el mundo. Para qué engañarse, cuando era recién nacida ya me condenaste en esa cabeza, en ese interior tuyo para siempre, cuando te dijo la enfermera en el hospital: es una niña, empezó mi proscripción y ninguna de las cosas buenas o malas que he hecho en esta vida ni los intentos de mamá por mejorarme ante tus ojos, han podido cambiar ese exilio de ti que he sufrido. Lo peor era verte cumplir la función social de padre a la perfección, venir a recogerme por las tardes al colegio, interesarte por mis estudios con las maestras y luego, cuando yo salía ilusionada, sentir tu gélida mano apretando la mía, tu ojos secos y duros que ni tan siquiera me miraban. Yo notaba, no sé bien por qué, como  los otros padres tomaban a sus hijas de la mano con una ternura infinita, aparentemente tú hacías lo mismo pero tu mano era de piedra y tu mutismo total. ¿Cuando hemos hablado entre nosotros papá?, apenas las conversaciones cotidianas de la vida y si hemos podido evitarlo, ni eso. Si aún hoy que nos hemos visto obligados a convivir diariamente casi no nos dirigimos la palabra. Pasas el tiempo delante de la televisión, tragándote todas las películas horrendas que echan, todos los programas insulsos de cotilleo, todos los telediarios. Te has convertido en un anciano ejemplar para todos. Me resulta patético oír decir  a las vecinas cuando vienen a verte, hay que ver lo bien que está y además está enterado de todo. Siempre fuiste como un mago que supo  escamotear su verdadero ser, a todo el mundo menos a mí. ¡Hasta a mamá!, la pobre pensaba que eras bueno, no le hagas acaso en el fondo te quiere, me decía. Pero yo sabía que no era verdad, desde bien pequeña, desde que venías a recogerme al colegio, desde que tenías que vestirme algún domingo y lo hacías medio a empujones, sin hablar, con un desprecio enorme para mí, que era una niña zarandeada, estirada de los brazos para que entraran el jerseyito, atemorizada porque no entendía a su propio padre que parecía el más insensible de los extraños con ella. A la edad que ya tengo, a la edad que ya tienes supongo que ya debía haberlo olvidado, ¡pero no!, está presente en mí aún la inquina que me has tenido, y toda la incomprensión que sentía hacia tu actitud se ha ido convirtiendo en odio, un odio irrefrenable, y que curiosa es la vida, tú que pudiste haberme matado, sé, sin duda, que lo pensaste, pero no encontraste la forma, ahora te ves en mis manos, ahora soy yo la que tiene poder de vida y muerte sobre ti. Este botecito que sostengo en la mano me lo da y sólo con no acudir a tu habitación, simular que no he oído tus suplicas y sentarme en el salón a esperar sería suficiente, además ¿quién se iba  a enterar?, ¿quién iba a sospechar de la hija fiel que cuida durante años a un padre inválido? ¿quién podría dudar a estas horas de que somos un dechado de fidelidad y de cariño? No, nadie, salvo tú y yo, conoce la lucha sorda que tiene lugar entre las cuatro paredes de esta casa, nadie se imagina, nadie intuye ni ha intuido nunca. Esta contienda la hemos librado los dos en silencio, sin manifestarlo a los demás. Nuestros conflictos se han dirimido en las miradas, los gestos, las medias palabras, las insinuaciones, pero nunca de manera abierta. Esta casa es un fragor silencioso, una lucha constante plena de estrategia para fastidiar al otro, y así tu ocupas el baño cada vez que intuyes que tengo prisa por salir o pones la televisión a todo volumen porque sabes que trabajo en la habitación contigua, y yo cocino esas habas fritas que tanto aborreces hasta que ya no puedo comerlas más, y así día tras día, desde ya no recuerdo cuántos años, ¿cuánto hace que murió mamá?, pues todo ese tiempo.
Pero lo que más me atormenta es no conocer el porqué de esa animadversión que me has profesado siempre. Claro tú deseabas un niño cuando yo nací, pero eso les pasa a todos los hombres que quieren hijos varones, todos se mueren de ilusión por dirigir a sus vastaguitos en la vida y conseguir que cumplan sus frustraciones, eso es normal, pero no se aborrece a una niña porque la naturaleza lo haya querido así.  ¿Y acaso tuve yo la culpa de que tu deseado hijo varón muriera a los dos años de vida? Sin embargo, desde aquel fatídico día, sé que me acusas de vivir, hubieras deseado tanto que la meningitis se cebara en mi y no en él, nunca lo has dicho, ¡jamás!, pero hay cosas que no necesitan demostrarse. Para ti soy culpable por ser,  por existir, y ¿quién puede escapar a semejante sentencia?
Te oigo jadear en la habitación mientras camino hacia allí y no me inmuto, no me inmutaré si cuando entro estás ya muerto, sólo  tengo que pararme y se cumplirá, sucederá, por fin me veré libre de ese peso inmenso que has supuesto para mí, una especie de rémora que me ha ahogado como persona, pero mis pies se colocan una tras el otro y avanzan como si pudieses regirlos desde tu silla de ruedas. Pienso y pienso, mi cabeza es un torbellino, siento la aguda tentación de no acudir en tu ayuda, pero en el fondo tengo la certeza de que te daré las pastillas, aunque no puedo evitar tener esa idea, la de acabar contigo y terminar para siempre esta guerra. Toda una vida en esta casa, yo he tenido alguna oportunidad de marcharme porque en mi trabajo no he dejado de conocer gente, dar clases de historia del cine, diría yo, que hasta tiene cierto prestigio, fuera de esta casa paso por ser una mujer moderna, de miras amplias, liberada, pero cuando penetro entre estas cuatro paredes es como si una especie de polvo se me pegara en el alma y me convierto en una pobre criada al servicio de tus egoísmos, me sorprende que te extrañes de que no traiga a ninguna de mis amistades a casa, ¿cómo puedes pensar que yo permita que vengan a ver esta especie de mansión gótica en la que vivimos? Por eso cuentas a todo el mundo que no tengo trabajo, que lo de las clases de cine es imaginación mía, que salgo diariamente de casa a la misma hora para simularlo. ¿Cómo puedes calumniarme de ese modo? ¿Por qué no me dejas ser una persona normal?
 Me llamas, oigo tu voz entrecortada desde la habitación pidiendo auxilio, pero tus gritos me afectan ahora igual que mis lagrimas te afectaban a ti, ¡nada! ¿Tuviste acaso compasión aquel verano en que estuve llorando dos días seguidos porque no quisiste llevarme al pueblo? Todos los años, desde que yo nací,  habíamos ido a tu pueblo a veranear, todos; y justo aquel año dijiste que ya estaba bien, que mejor ir a la playa, que a mamá le iría bien la brisa del mar para su asma. Justo el año que conocí a César, el único hombre al que yo, en fin... No podías permitir que tu hija fuera feliz ni tan siquiera que tuviese una vida normal, me imagino lo que tu mente elucubraba, como hervía de indignación al ver que alguien me amaba, y no podías permitir que yo viviera si tu amadísimo hijo no había tenido esa oportunidad, de modo que yo también debía morir como él, sólo que yo en vida. Seguramente ideaste que me convirtiese en una especie de fantasma por medio de un cruel método, el de coartarme la expresión, el de asustarme por ser, el de intentar impedirme pensar por mí misma y, en definitiva, despreciarme e ignorarme como persona. Y estuviste a punto de conseguirlo, bien sabes que fui una joven acomplejada y miedosa, sólo mucho tiempo después, quizás cuando murió mamá, comprendí cuál era mi unica posibilidad de sobrevivir, enfrentarme a ti y despreciarte como tu hacías conmigo. Y resultó, mi vida cobró sentido, ya no fue un desierto y se poblaba de cosas que hacer, mis días se llenaban de maquinaciones para herirte, para aislarte del mundo como habías hecho conmigo.
Apenas te oigo proferir una especie de ronquido, como si ya no pudieses hablar, pero yo sé que puedes, sé que lo haces adrede para hacerme sufrir, porque quieres que me sienta culpable, pero a mí eso ya no me hace mella, porque  los demás, la gente, no podrían culparme y yo, yo sé bien que tengo todo el derecho a dejarte morir, sólo es el justo reembolso por lo que me has dado en esta vida. Aunque a ti siempre te ha gustado afirmar que todo lo que sé me lo has enseñado tú, sobre todo porque me inculcaste el amor al cine y los únicos momentos de armonía que hemos tenido y que aún tenemos, han sido en el cine o ante la televisión abstraídos los dos en alguna de esas películas en blanco y negro que tanto disfrutábamos, ¿te acuerdas? Esa sería la única solución para ti y para mí, pasarnos la vida entera entre Garis Grants, Bettes Davis y Humpreys Bogarts. Más de cuarenta años de esta lucha sin tregua son bastantes, creo, y podría ponerles fin de una manera muy sencilla, con la inmovilidad. Nadie hubiese podido resistir durante tanto tiempo esta guerra, mamá no pudo soportarlo, por eso tengo la impresión de que murió tan tempranamente, y ella sabía bien lo que pasaba entre nosotros aunque jamás se insinuaba en esta casa nada sobre el asunto, pero ella lo sabía, por eso cuando estaba a punto de morir me dijo que no fuera cruel contigo, que lo hiciese por ella. ¡Era tan inteligente!, pensaba que yo querría vengarme de ti y acertaba, acertaba porque no se le había escapado la saña que habías gastado conmigo, aunque también tengo que reprocharle a ella que no me defendiese, podría haberte parado los pies para que no tratases de esa forma a una pobre criatura y, sin embargo, consintió en todas tus crueldades, hasta recuerdo bien la época durante la que rumiaste la idea de ingresarme en un manicomio, ¡que infamia! intentar semejante atrocidad con la propia hija, y mamá no se opuso, incluso me hizo acompañarla para ir a hablar con no sé cuántos médicos que sólo hacían que preguntar estupideces y que después cuchicheaban con mamá mientras a mí me enviaban a la antesala. Pero, mamá de lo único que es culpable es de no haber tenido valentía para enfrentarse a ti, se plegó a tus caprichos de tirano de esta casa, yo no, yo nunca transijí con tus despotismos, con tus rigidos horarios o con las rutinas que tanto te gustaban e intentabas imponernos.
Bien papá, apenas me queda un paso hasta la puerta de tu habitación, si espero más no creo que lo cuentes, quizás me he apiadado de ti o quizás creo que sufrirás mayor castigo prolongando esta situación, de modo que sí, pasaré a darte tus pastillitas. Al entrar veo que tienes la boca abierta y te has desgarrado la camisa buscando aire, y un hilo de saliva te resbala por la cara hasta el pecho, sé que te da vergüenza que te vea en una de tus crisis, por eso he permanecido un rato inmóvil, igual que Bette Davis en la película, observándote y complaciéndome en tu rubor deseperado y agonizante. Luego me he ido acercando lentamente hacia ti,  como si nada sucediese, pensando y estudiando cada movimiento que he ejecutado, cuando he estado muy cerca de ti me has cogido con fuerza de la manga de la chaqueta pero yo no he acelerado mis movimientos, con parsimonia he llenado el vaso de agua y después te he puesto la pastilla en tu lengua pastosa y agrietada que se me ofrecía obscena. Ya ves, papá, todos tus odios te los pago salvándote la vida casi cada día, pero estoy segura de que no comprendes ni aprecias tal generosidad, así que no me lo agradeces, al contrario, te quedas frente a mí suspirando aliviado y sudoroso. Se me ha ocurrido contarte que en el pasillo, cuando venía con las píldoras,  he recordado La loba, una película de la que, estoy segura, te acuerdas, y me has mirado con los ojos desmesuradamente abiertos, como si hubiera proferido una barbaridad propia de un monstruo, todo para hacerme sentir culpable de no se qué, puesto que ahí estás, bien vivo, ignorándome, aparentando estar asustado, pero yo sé que sigues siendo el hombre frío y calculador de toda la vida, sé que seguirás desde tu silla de ruedas urdiendo tramas para hacerme daño, pero los dos sabemos que yo tengo las pastillas, como Bette Davis, como en la película.

No hay comentarios:

Publicar un comentario