sábado, 2 de febrero de 2013

Viaje al sur




Como todos los años los primeros calores anunciaban  la proximidad del temido viaje. Mi madre se afanaba más que nunca en las tareas domésticas y no mencionaba nada sobre mi partida. Sólo unos días antes de que llegara el fatídico momento hacía repaso de  las advertencias típicas que yo conocía tan bien:  no te lleves libros ya sabes que tu primo se aburre mucho si te pones a leer y no le contradigas, ya sabes lo que ocurre. No comas demasiado chocolate que te hace daño y procura no llorar, eso siempre ha irritado a tu tío.
Sin apenas darme cuenta me veía con los ojos anegados en lágrimas diciendo adiós a mi madre desde la ventanilla del tren expreso, jamás la veía de cerca porque siempre se quedaba parada al principio del andén, pero estoy seguro de que también ella lloraba.
El viaje era como un  trayecto hacia el centro del calor. Yo podía notar como mis poros se henchían, como mi sangre ralentizaba su ritmo y todo mi cuerpo entraba en un estado de lasitud que ya no me abandonaría durante toda mi estancia. ¿Por qué había de abandonar a mi madre y a mis amigos? Mi melancolía se acentuaba y se hacía más profunda a la vez que el paisaje que divisaba desde la ventanilla iba pasando del verde intenso a un ocre triste y parduzco.
La llegada era igual todos los años. Mi tío me recogía en la estación de Valencia. Era hombre callado, serio y adusto. Jamás me dio un beso o me cogió de la mano. Yo bajaba  del tren, asustado y tambaleante,  y lo descubría a lo lejos, en posición de firmes, con las manos  juntas por delante del cuerpo.  Cuando llegaba a unos metros de él me interrogaba, más que me preguntaba, por mi salud y después en raras ocasiones volvíamos a hablar durante el resto del verano.  Subíamos en su Renault 12 y nos adentrábamos en un laberinto de calles y carreteras que nunca logré descifrar. En esos momentos, yendo hacia la casa que con el transcurso de los años he acabado por heredar, cerraba  los ojos y, sin esfuerzo, podía ver ante mí, oscilante por el viento, el bosquecillo de olmos que veía desde mi habitación y, más allá, el río, cosas amadas todas ellas y que desaparecían de mi vida por tres meses. Mi tío me hacía caer de golpe desde mis cielos imaginados y yo oía la consabida pregunta de, ¿no te habrás traído libros? No tío, no.
 La casa era enorme o así se aparecía a mis ojos de niño, aunque en las fotos que he visto esta mañana en los periódicos no lo parecía tanto. No sé, yo recuerdo un caserón de tres plantas, abajo un enorme vestíbulo con varias estancias cerradas  por unos enormes portalones de madera oscura, y en muchas de las cuales jamás llegué a entrar. Sólo una de aquellas puertas no estaba clausurada para mí, era la que daba a la farmacia de mi tío, allí veía con frecuencia a Carlos, su joven ayudante, que estudiaba farmacia en Valencia y que se convirtió en mi mejor amigo, a pesar de la diferencia de edad. Anoche mismo Carlos me llamó por teléfono para contarme con voz temblorosa lo sucedido, y es curioso, le escuché referir aquellos terribles hechos sin inmutarme, como si en el fondo de mí mismo supiera desde siempre que aquello iba a acaecer.
Todos los años el encuentro con mi primo era dramático, tardaba en acostumbrarme a su compañía. Habituado a mi encerrada vida del norte, viendo caer la lluvia sin cesar, imaginando tras la ventana mil historias, me encontraba de repente en un lugar diáfano, lleno de luz, un lugar dónde todo era realidad y no había espacio ni tiempo para la imaginación.  ¡Como añoraba los bosques de mi tierra y las tardes haciendo las tareas de la escuela junto al brasero! La única tranquilidad de la  que pude disfrutar en compañía de mi primo la constituían  las escasas horas que permanecíamos en la buhardilla, él estudiando para septiembre, y yo rememorando o tratando de adivinar, mientras que observaba maravillado aquel cielo tan azul, de una intensidad que jamás tenía en mi tierra, lo que le sucedería al héroe o la heroína de las novelas que Carlos me leía clandestinamente algunas noches. Pero eran momentos casi fugaces porque enseguida él se cansaba y salíamos  a la huerta o si nos habían encerrado, cosa mucho peor, me obligaba a acompañarle escapando por el tejado de la casa; más de una vez estuve en un tris de caer mientras que oía sus risas a mi espalda provocadas por mis apuros.
Mi primo me hacia levantar temprano, le gustaba venir a mi pequeña habitación del vestíbulo, entrar con sigilo y despertarme con un grito, parece que se divertía mucho viendo mi cara de terror al despertar. Apenas desayunábamos los dos, salíamos a la pequeña  huerta y de allí por el portón trasero a las afueras del pueblo, llenas de campos y acequias que los atravesaban en todas direcciones como tela de araña. Corríamos por aquí y por allá, él siempre provisto de un bote grande de cristal que se ataba a la cintura con una cuerda, allí encerraba sus caza: ranas, lagartijas, saltamontes, incluso culebras. A mí me fascinaba su energía, su  valor, puesto que yo era incapaz de acercarme a una culebra a menos de diez metros y aun las lagartijas me imponían un poco de respeto. Por la noche, antes de cenar, ya en casa, me obligaba a acompañarle a la rebotica y robaba al azar varios medicamentos inyectables, después nos íbamos al patio y allí componía un cóctel con ellos, llenaba una gran jeringuilla que tenía escondida y se lo inoculaba a uno de sus bichos. Era una de sus diversiones favoritas, yo veía plasmarse en su rostro una mueca en forma de sonrisa cuando observaba las feroces convulsiones que solían asaltar a la desventurada lagartija o rana que había sido elegida para el suplicio, aunque por lo general el brebaje causaba a los animalitos una muerte inmediata y sin espectáculo. Lo peor fue cuando le aplicó la misma medicina a Tristán, el gato de mi tía; yo corrí a avisarla pero cuando llegamos al patio era tarde, él sonreía con tranquilidad mientras que el gato yacía patas arriba en el empedrado.
 Mi tío casi no convivía  con su familia, se encerraba en la farmacia y sólo salía por la noche, después del cierre. Mi tía, en cambio, soportaba a su hijo todo el día, por eso mis estancias veraniegas suponían para ella una tregua. Ahora sé que ella sufría mucho. Su silencio casi constante, su mirada melancólica, sus habituales suspiros, eran los de una mujer derrotada y triste. Apenas hablábamos fuera de las conversaciones obligadas por la rutina, ve a lavarte las manos, sécate el pelo antes de acostarte, ponte la loción contra los mosquitos. Por eso cuando mi tío tenía que llevar a su hijo a la revisión mensual, aquella pobre mujer aprovechaba el día de libertad para hablar sin parar conmigo y contarme la vida de mi madre y ella cuando jóvenes allá en nuestra tierra. En aquellos días de tregua para los dos, me sentaba en sus rodillas después de comer y mesaba con sus dedos mi pelo y me besaba dulcemente en la cabeza, aunque yo sentía que no era más que un objeto para sus caricias, tanto le hubiera dado cualquier otro.
Pasé aquellos veranos en medio de un frenesí físico y atlético constante que nunca más he tenido, pero que, sin duda, fortaleció mi enclenque naturaleza. A mi primo le gustaba que fuésemos a saltar las acequias pequeñas y buscaba los vados mas difíciles para que la hazaña fuese mayor. Las más de las veces yo me negaba, se me aparecía la distancia entre las orillas de la acequia, que él acababa de salvar sin dificultad, más grande que la que mediaba entre las dos de los grandes ríos allá por mi tierra. Él, cuando había cumplido el salto, me miraba orgulloso y desafiante, con el convencimiento de que había vencido. Siempre había de ganar a algo, saltar más que yo, correr más que yo, gritar más fuerte que yo en el inmenso silencio de la huerta o encaramarse al níspero más alto, aquel que se veía desde mucha distancia. En  más  de una ocasión cuando, por ventura, parábamos en alguna sombra de naranjo para refugiarnos del gran sol, le veía nervioso, inquieto y mordiéndose con fuerza la lengua como si le viniese un dolor muy grande, entonces se levantaba y me ordenaba: ¡vamos!
 Durante los varios años que fui allí a veranear, apenas nos veíamos con los otros chicos del pueblo. Si alguna vez nos cruzábamos en algún lugar con otros chavales le saludaban de una forma distante y siempre tuve la sensación de que a mí me miraban como si fuera un bicho raro. Seguramente conocía a todos los chicos del colegio y desde hacía muchos años, pero él prefería andar solo con sus cosas, entre ellas, yo. Poco a poco, con el correr de los años y los veranos, intuí que ésa era mi misión, ser un juguete vivo para él, un juguete que, por alguna causa desconocida, apaciguaba su atormentado interior.  La única amistad que le conocí fue el hijo de un colega de mi tío que solía venir con su familia a pasar algún día en el campo y comer una paella. Era un chico alto, muy pálido y muy callado. Nos pasábamos el día bajo las órdenes de mi primo, concurriendo en las pruebas a las que nos sometía, y que yo conocía bien, subir a los árboles, saltar acequias y cazar ranas, sapos y lagartijas, concursos, de los que no hace falta decir, él salía siempre ganador.
   Recuerdo una de aquellas mañanas tan bien como si hubiese sucedido hoy mismo. Más allá de la huerta, donde se perdía la mirada, atravesando campos de naranjos, huertas enormes y arrozales estaba el mar, así lo había oído yo en las conversaciones durante varios años. Yo jamás había visto el mar, mi madre en las tardes de invierno encerrados en casa me había explicado lo que era, me hablaba de la inmensidad, del azul, del olor, del sabor salado y me prometía que alguna vez me llevaría. Pero sería mi primo el primero que me llevaría a ver el mar. La verdad que no sé en que verano fue, pero no era el primero que pasé ni el último, cuando un día me hizo levantarme muy pronto, apenas amanecido y sin que se enteraran sus padres nos pusimos en camino. Caminamos por más de dos horas, quizás, o más, incluso. El sol se había levantado ya por el horizonte  y, desde un enorme arrozal que atravesábamos vi al fondo el espectáculo, algo así como un enorme espejo azulado reflejando la luz que recibía. Avancé emocionado, absorto en lo que veía sin atender a la conversación que él me daba, cuando llegamos bastante cerca y subimos a un gran ribazo que bordeaba aquello, le pregunté  si eso que veía era el mar. No, ¡burro! esto es el lago, el mar queda más allá, pero no vamos a ir, me dijo. Pensé que si aquel lago era tan hermoso el mar debía serlo mucho más y recuerdo que formé el firme propósito de tener algún día el suficiente dinero para ir con mi madre al mar. Atravesamos un camino y a poco llegamos a un gran puente  que cruzaba el lago por un lugar en que se estrechaba, yo pude percibir el olor del que hablaba mi madre, y el color. El quiso que nos sentáramos en unos pretiles que había en las orillas del lago, decía que desde allí podría abatir algún pez, y a tal propósito sacó un tirachinas del bolsillo y colocó sobre su regazo unas cuantas piedras que había recogido. Yo, ajeno a sus maniobras, observaba alelado el espectáculo que nunca había visto, me emocioné deseando que mi madre hubiese estado allí, a mi lado, preguntándome si lo había descrito bien y yo sentía que sí, porque aunque aquel lago de agua salada no fuera el mar debía parecérsele mucho. De repente sentí una fuerte mano sobre mi espalda, un pequeño empujón bastó pues mi cuerpo estaba laxo con aquellas ensoñaciones. Sólo recuerdo el sabor ligeramente salado, el ahogo, los esfuerzos enormes chapoteando en el agua mientras intentaba inútilmente  hacer  pie, y su risa estridente. Aún no sé por qué, después de divertirse un buen rato viendo como yo me debatía, acabó por tenderme la mano a la que me agarré con fuerza, aunque un instante antes había sido la de mi verdugo. Se burló de mí porque a mi edad aún no supiera nadar y luego se lanzó al agua acompañado de la misma risa que yo había oído mientras me ahogaba. Me quedé congelado, a pesar del calor, y aquellos escalofríos se grabaron para siempre en mí, y ahora, cuando el miedo me viene por alguna razón, vuelvo a sentir la sensación de esa mañana en el lago y un lejano eco, apenas perceptible, me devuelve su grotesca risa.
Carlos, el ayudante de mi tío, fue el único amigo que tuve en aquellos largos y calurosos días. Las escasas ocasiones en las que podía zafar de mi primo me las pasaba en la farmacia con él, sobre todo las tardes tórridas en las que todos hacían la siesta, menos Carlos y yo. Me enseñaba con su vademécum farmacéutico los principios de las sustancias y, aún hoy en día, me atrevo, echando mano de aquellos conocimientos, a recetar a mi madre algunos remedios para sus achaques. Carlos era y es serio y franco. A pesar de haber nacido en ese sur caluroso y evanescente, de gentes de doblez, tenía un carácter sincero, siempre de frente. Las noches de guardia yo acudía a la rebotica sigilosamente y las pasaba compartiendo con Carlos su lectura, qué placer escuchar su modulada voz leyendo, al tiempo que nuestros cuerpos se relajaban en la tregua que el frescor de la noche les brindaba. Recuerdo una noche de esas de lectura, no podría olvidarla aunque quisiera. Fue el último verano que tuve que ir, siendo mayorcito, ya con quince años. Aquella noche habíamos cambiado los papeles y yo leía en voz alta a Carlos un párrafo sublime de  Combray, ... pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan... de pronto mi primo irrumpió en la trastienda con los ojos marcados  por venillas de un rojo intenso, insultando a Carlos se abalanzó sobre él con furia, después de un forcejeo, Carlos logró quitárselo de encima, entonces gritando de una forma que me paralizaba, arrojó al suelo las estanterías con todos los preparados, le cayeron encima muchos vidrios de las botellas y se quedó allí, en medio de aquel destrozo, sin parar de aullar mientras que múltiples reguerillos de sangre le surcaban el rostro.  
Hoy, acompañado por el traqueteo rítmico del tren que me lleva de nuevo hacia el escenario de mis infernales veranos, rememoro aquellos días,  y no puedo evitar un miedo indefinido y profundo, al pensar que por fuerza, deberé volver a la casa e iniciar los trámites para su venta. Inevitablemente me explicarán dónde encontraron este y el otro cuerpo, cómo fue y cuándo, por eso  no he querido que mamá viniera conmigo, quiero ahorrarle ese dolor. Pero me asusta que la vuelta  a ese lugar resucite en mí los espectros que, casi quince años después, ya estaban difuminados. El miedo, la ansiedad permanente y esa sensación viscosa de tener la tragedia a punto de cumplirse en cualquier momento, al instante siguiente.

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