Como todos los años los primeros calores anunciaban la proximidad del temido viaje. Mi madre se afanaba más que nunca en las tareas domésticas y no mencionaba nada sobre mi partida. Sólo unos días antes de que llegara el fatídico momento hacía repaso de las advertencias típicas que yo conocía tan bien: no te lleves libros ya sabes que tu primo se aburre mucho si te pones a leer y no le contradigas, ya sabes lo que ocurre. No comas demasiado chocolate que te hace daño y procura no llorar, eso siempre ha irritado a tu tío.
Sin apenas darme cuenta me veía con los ojos anegados en
lágrimas diciendo adiós a mi madre desde la ventanilla del tren expreso, jamás
la veía de cerca porque siempre se quedaba parada al principio del andén, pero
estoy seguro de que también ella lloraba.
El viaje era como un trayecto hacia el centro del calor. Yo podía
notar como mis poros se henchían, como mi sangre ralentizaba su ritmo y todo mi
cuerpo entraba en un estado de lasitud que ya no me abandonaría durante toda mi
estancia. ¿Por qué había de abandonar a mi madre y a mis amigos? Mi melancolía
se acentuaba y se hacía más profunda a la vez que el paisaje que divisaba desde
la ventanilla iba pasando del verde intenso a un ocre triste y parduzco.
La llegada era igual todos los años. Mi tío me recogía en la
estación de Valencia. Era hombre callado, serio y adusto. Jamás me dio un beso
o me cogió de la mano. Yo bajaba del
tren, asustado y tambaleante, y lo
descubría a lo lejos, en posición de firmes, con las manos juntas por delante del cuerpo. Cuando llegaba a unos metros de él me
interrogaba, más que me preguntaba, por mi salud y después en raras ocasiones
volvíamos a hablar durante el resto del verano.
Subíamos en su Renault 12 y nos adentrábamos en un laberinto de calles y
carreteras que nunca logré descifrar. En esos momentos, yendo hacia la casa que
con el transcurso de los años he acabado por heredar, cerraba los ojos y, sin esfuerzo, podía ver ante mí,
oscilante por el viento, el bosquecillo de olmos que veía desde mi habitación
y, más allá, el río, cosas amadas todas ellas y que desaparecían de mi vida por
tres meses. Mi tío me hacía caer de golpe desde mis cielos imaginados y yo oía
la consabida pregunta de, ¿no te habrás traído libros? No tío, no.
La casa era enorme o así se aparecía a mis
ojos de niño, aunque en las fotos que he visto esta mañana en los periódicos no
lo parecía tanto. No sé, yo recuerdo un caserón de tres plantas, abajo un
enorme vestíbulo con varias estancias cerradas
por unos enormes portalones de madera oscura, y en muchas de las cuales
jamás llegué a entrar. Sólo una de aquellas puertas no estaba clausurada para
mí, era la que daba a la farmacia de mi tío, allí veía con frecuencia a Carlos,
su joven ayudante, que estudiaba farmacia en Valencia y que se convirtió en mi
mejor amigo, a pesar de la diferencia de edad. Anoche mismo Carlos me llamó por
teléfono para contarme con voz temblorosa lo sucedido, y es curioso, le escuché
referir aquellos terribles hechos sin inmutarme, como si en el fondo de mí
mismo supiera desde siempre que aquello iba a acaecer.
Todos los años el encuentro con mi
primo era dramático, tardaba en acostumbrarme a su compañía. Habituado a mi
encerrada vida del norte, viendo caer la lluvia sin cesar, imaginando tras la
ventana mil historias, me encontraba de repente en un lugar diáfano, lleno de
luz, un lugar dónde todo era realidad y no había espacio ni tiempo para la
imaginación. ¡Como añoraba los bosques
de mi tierra y las tardes haciendo las tareas de la escuela junto al brasero!
La única tranquilidad de la que pude
disfrutar en compañía de mi primo la constituían las escasas horas que permanecíamos en la
buhardilla, él estudiando para septiembre, y yo rememorando o tratando de
adivinar, mientras que observaba maravillado aquel cielo tan azul, de una
intensidad que jamás tenía en mi tierra, lo que le sucedería al héroe o la
heroína de las novelas que Carlos me leía clandestinamente algunas noches. Pero
eran momentos casi fugaces porque enseguida él se cansaba y salíamos a la huerta o si nos habían encerrado, cosa
mucho peor, me obligaba a acompañarle escapando por el tejado de la casa; más
de una vez estuve en un tris de caer mientras que oía sus risas a mi espalda
provocadas por mis apuros.
Mi primo me hacia levantar temprano, le gustaba venir a mi
pequeña habitación del vestíbulo, entrar con sigilo y despertarme con un grito,
parece que se divertía mucho viendo mi cara de terror al despertar. Apenas
desayunábamos los dos, salíamos a la pequeña
huerta y de allí por el portón trasero a las afueras del pueblo, llenas
de campos y acequias que los atravesaban en todas direcciones como tela de
araña. Corríamos por aquí y por allá, él siempre provisto de un bote grande de
cristal que se ataba a la cintura con una cuerda, allí encerraba sus caza:
ranas, lagartijas, saltamontes, incluso culebras. A mí me fascinaba su energía,
su valor, puesto que yo era incapaz de
acercarme a una culebra a menos de diez metros y aun las lagartijas me imponían
un poco de respeto. Por la noche, antes de cenar, ya en casa, me obligaba a
acompañarle a la rebotica y robaba al azar varios medicamentos inyectables,
después nos íbamos al patio y allí componía un cóctel con ellos, llenaba una
gran jeringuilla que tenía escondida y se lo inoculaba a uno de sus bichos. Era
una de sus diversiones favoritas, yo veía plasmarse en su rostro una mueca en
forma de sonrisa cuando observaba las feroces convulsiones que solían asaltar a
la desventurada lagartija o rana que había sido elegida para el suplicio,
aunque por lo general el brebaje causaba a los animalitos una muerte inmediata
y sin espectáculo. Lo peor fue cuando le aplicó la misma medicina a Tristán, el
gato de mi tía; yo corrí a avisarla pero cuando llegamos al patio era tarde, él
sonreía con tranquilidad mientras que el gato yacía patas arriba en el
empedrado.
Mi tío casi no
convivía con su familia, se encerraba en
la farmacia y sólo salía por la noche, después del cierre. Mi tía, en cambio,
soportaba a su hijo todo el día, por eso mis estancias veraniegas suponían para
ella una tregua. Ahora sé que ella sufría mucho. Su silencio casi constante, su
mirada melancólica, sus habituales suspiros, eran los de una mujer derrotada y
triste. Apenas hablábamos fuera de las conversaciones obligadas por la rutina,
ve a lavarte las manos, sécate el pelo antes de acostarte, ponte la loción
contra los mosquitos. Por eso cuando mi tío tenía que llevar a su hijo a la
revisión mensual, aquella pobre mujer aprovechaba el día de libertad para hablar
sin parar conmigo y contarme la vida de mi madre y ella cuando jóvenes allá en
nuestra tierra. En aquellos días de tregua para los dos, me sentaba en sus
rodillas después de comer y mesaba con sus dedos mi pelo y me besaba dulcemente
en la cabeza, aunque yo sentía que no era más que un objeto para sus caricias,
tanto le hubiera dado cualquier otro.
Pasé aquellos veranos en medio de un frenesí físico y atlético
constante que nunca más he tenido, pero que, sin duda, fortaleció mi enclenque
naturaleza. A mi primo le gustaba que fuésemos a saltar las acequias pequeñas y
buscaba los vados mas difíciles para que la hazaña fuese mayor. Las más de las
veces yo me negaba, se me aparecía la distancia entre las orillas de la
acequia, que él acababa de salvar sin dificultad, más grande que la que mediaba
entre las dos de los grandes ríos allá por mi tierra. Él, cuando había cumplido
el salto, me miraba orgulloso y desafiante, con el convencimiento de que había
vencido. Siempre había de ganar a algo, saltar más que yo, correr más que yo,
gritar más fuerte que yo en el inmenso silencio de la huerta o encaramarse al
níspero más alto, aquel que se veía desde mucha distancia. En más de
una ocasión cuando, por ventura, parábamos en alguna sombra de naranjo para
refugiarnos del gran sol, le veía nervioso, inquieto y mordiéndose con fuerza
la lengua como si le viniese un dolor muy grande, entonces se levantaba y me
ordenaba: ¡vamos!
Durante los varios años
que fui allí a veranear, apenas nos veíamos con los otros chicos del pueblo. Si
alguna vez nos cruzábamos en algún lugar con otros chavales le saludaban de una
forma distante y siempre tuve la sensación de que a mí me miraban como si fuera
un bicho raro. Seguramente conocía a todos los chicos del colegio y desde hacía
muchos años, pero él prefería andar solo con sus cosas, entre ellas, yo. Poco a
poco, con el correr de los años y los veranos, intuí que ésa era mi misión, ser
un juguete vivo para él, un juguete que, por alguna causa desconocida,
apaciguaba su atormentado interior. La
única amistad que le conocí fue el hijo de un colega de mi tío que solía venir
con su familia a pasar algún día en el campo y comer una paella. Era un chico
alto, muy pálido y muy callado. Nos pasábamos el día bajo las órdenes de mi
primo, concurriendo en las pruebas a las que nos sometía, y que yo conocía
bien, subir a los árboles, saltar acequias y cazar ranas, sapos y lagartijas,
concursos, de los que no hace falta decir, él salía siempre ganador.
Recuerdo una de aquellas mañanas tan bien
como si hubiese sucedido hoy mismo. Más allá de la huerta, donde se perdía la
mirada, atravesando campos de naranjos, huertas enormes y arrozales estaba el
mar, así lo había oído yo en las conversaciones durante varios años. Yo jamás
había visto el mar, mi madre en las tardes de invierno encerrados en casa me
había explicado lo que era, me hablaba de la inmensidad, del azul, del olor,
del sabor salado y me prometía que alguna vez me llevaría. Pero sería mi primo
el primero que me llevaría a ver el mar. La verdad que no sé en que verano fue,
pero no era el primero que pasé ni el último, cuando un día me hizo levantarme
muy pronto, apenas amanecido y sin que se enteraran sus padres nos pusimos en
camino. Caminamos por más de dos horas, quizás, o más, incluso. El sol se había
levantado ya por el horizonte y, desde
un enorme arrozal que atravesábamos vi al fondo el espectáculo, algo así como
un enorme espejo azulado reflejando la luz que recibía. Avancé emocionado,
absorto en lo que veía sin atender a la conversación que él me daba, cuando
llegamos bastante cerca y subimos a un gran ribazo que bordeaba aquello, le
pregunté si eso que veía era el mar. No,
¡burro! esto es el lago, el mar queda más allá, pero no vamos a ir, me dijo.
Pensé que si aquel lago era tan hermoso el mar debía serlo mucho más y recuerdo
que formé el firme propósito de tener algún día el suficiente dinero para ir
con mi madre al mar. Atravesamos un camino y a poco llegamos a un gran
puente que cruzaba el lago por un lugar
en que se estrechaba, yo pude percibir el olor del que hablaba mi madre, y el
color. El quiso que nos sentáramos en unos pretiles que había en las orillas
del lago, decía que desde allí podría abatir algún pez, y a tal propósito sacó
un tirachinas del bolsillo y colocó sobre su regazo unas cuantas piedras que
había recogido. Yo, ajeno a sus maniobras, observaba alelado el espectáculo que
nunca había visto, me emocioné deseando que mi madre hubiese estado allí, a mi
lado, preguntándome si lo había descrito bien y yo sentía que sí, porque aunque
aquel lago de agua salada no fuera el mar debía parecérsele mucho. De repente
sentí una fuerte mano sobre mi espalda, un pequeño empujón bastó pues mi cuerpo
estaba laxo con aquellas ensoñaciones. Sólo recuerdo el sabor ligeramente salado,
el ahogo, los esfuerzos enormes chapoteando en el agua mientras intentaba
inútilmente hacer pie, y su risa estridente. Aún no sé por qué,
después de divertirse un buen rato viendo como yo me debatía, acabó por
tenderme la mano a la que me agarré con fuerza, aunque un instante antes había
sido la de mi verdugo. Se burló de mí porque a mi edad aún no supiera nadar y
luego se lanzó al agua acompañado de la misma risa que yo había oído mientras
me ahogaba. Me quedé congelado, a pesar del calor, y aquellos escalofríos se
grabaron para siempre en mí, y ahora, cuando el miedo me viene por alguna
razón, vuelvo a sentir la sensación de esa mañana en el lago y un lejano eco,
apenas perceptible, me devuelve su grotesca risa.
Carlos, el ayudante de mi tío, fue el único amigo que tuve en
aquellos largos y calurosos días. Las escasas ocasiones en las que podía zafar
de mi primo me las pasaba en la farmacia con él, sobre todo las tardes tórridas
en las que todos hacían la siesta, menos Carlos y yo. Me enseñaba con su
vademécum farmacéutico los principios de las sustancias y, aún hoy en día, me
atrevo, echando mano de aquellos conocimientos, a recetar a mi madre algunos
remedios para sus achaques. Carlos era y es serio y franco. A pesar de haber
nacido en ese sur caluroso y evanescente, de gentes de doblez, tenía un
carácter sincero, siempre de frente. Las noches de guardia yo acudía a la
rebotica sigilosamente y las pasaba compartiendo con Carlos su lectura, qué
placer escuchar su modulada voz leyendo, al tiempo que nuestros cuerpos se relajaban
en la tregua que el frescor de la noche les brindaba. Recuerdo una noche de
esas de lectura, no podría olvidarla aunque quisiera. Fue el último verano que
tuve que ir, siendo mayorcito, ya con quince años. Aquella noche habíamos
cambiado los papeles y yo leía en voz alta a Carlos un párrafo sublime de Combray,
... pero cuando nada subsiste ya de un
pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas,
solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles
que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan... de pronto
mi primo irrumpió en la trastienda con los ojos marcados por venillas de un rojo intenso, insultando a
Carlos se abalanzó sobre él con furia, después de un forcejeo, Carlos logró
quitárselo de encima, entonces gritando de una forma que me paralizaba, arrojó
al suelo las estanterías con todos los preparados, le cayeron encima muchos
vidrios de las botellas y se quedó allí, en medio de aquel destrozo, sin parar
de aullar mientras que múltiples reguerillos de sangre le surcaban el
rostro.
Hoy, acompañado por el traqueteo rítmico del tren que me lleva
de nuevo hacia el escenario de mis infernales veranos, rememoro aquellos
días, y no puedo evitar un miedo
indefinido y profundo, al pensar que por fuerza, deberé volver a la casa e
iniciar los trámites para su venta. Inevitablemente me explicarán dónde
encontraron este y el otro cuerpo, cómo fue y cuándo, por eso no he querido que mamá viniera conmigo,
quiero ahorrarle ese dolor. Pero me asusta que la vuelta a ese lugar resucite en mí los espectros que,
casi quince años después, ya estaban difuminados. El miedo, la ansiedad
permanente y esa sensación viscosa de tener la tragedia a punto de cumplirse en
cualquier momento, al instante siguiente.
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